La reciente declaración de la líder de Sumar y vicepresidenta segunda del Gobierno, Yolanda Díaz, sobre las preocupaciones de la izquierda progresista en España, ha encendido un debate que merece ser analizado con detenimiento. Según Díaz, a la izquierda le angustia más la posibilidad de que la derecha pueda gobernar que los actuales casos de corrupción que salpican la política nacional. Esta afirmación, si bien puede ser un reflejo de una percepción o estrategia política, plantea interrogantes fundamentales sobre las prioridades y la autocrítica dentro de este espectro ideológico.
Es innegable que la llegada al poder de formaciones políticas con ideologías opuestas genera preocupación en cualquier bando. La derecha, con sus políticas económicas y sociales, puede representar un giro significativo que, desde la perspectiva progresista, podría revertir avances o implementar medidas consideradas perjudiciales para la mayoría. La alarma ante esta posibilidad es, en cierto modo, comprensible y forma parte del juego democrático. La disputa por el poder es, al fin y al cabo, el motor de la contienda electoral.
Sin embargo, cuando esta angustia eclipsa la preocupación por la corrupción, el panorama se vuelve más complejo y, a mi juicio, preocupante. La corrupción política, independientemente de quién la ejerza o de qué partido sea, socava los cimientos de la democracia, erosiona la confianza ciudadana en las instituciones y desvía recursos públicos que podrían destinarse a mejorar la vida de los ciudadanos. Es un cáncer que afecta a la salud de todo el sistema.
La afirmación de la vicepresidenta Díaz sugiere una priorización de la agenda que, para muchos ciudadanos, podría resultar desconcertante. ¿Es realmente menos grave que un partido de la izquierda progresista se vea envuelto en escándalos de corrupción que la mera posibilidad de un cambio de gobierno? Si la respuesta implícita es afirmativa, se corre el riesgo de caer en una peligrosa lógica del “mal menor” que legitima o minimiza las malas prácticas en aras de mantener el poder o evitar que el adversario lo ostente.
Esta postura, además, puede tener un efecto perverso sobre la credibilidad. Si la izquierda progresista aspira a ser el baluarte de la justicia social y la ética en la política, una aparente despreocupación por los casos de corrupción en sus propias filas o en su entorno cercano envía un mensaje contradictorio. Se podría interpretar como una forma de doble rasero, donde la vara de medir para los propios es más laxa que para los adversarios.
Es fundamental que la izquierda progresista, y cualquier formación política, reconozca la corrupción como una amenaza transversal que no entiende de ideologías. La lucha contra ella debería ser una bandera irrenunciable, un compromiso inquebrantable que prevalezca sobre cualquier cálculo electoral o miedo a la alternancia. La ciudadanía espera y merece que sus representantes actúen con la máxima transparencia y que condenen sin ambages cualquier indicio de deshonestidad, venga de donde venga.
En última instancia, la salud de nuestra democracia no solo depende de quién gobierne, sino de cómo se gobierna. Si la preocupación por el poder supera la indignación ante la corrupción, la sociedad española podría estar presenciando un preocupante síntoma de que, para algunos actores políticos, el fin justifica los medios, un camino que, históricamente, nunca ha traído buenos resultados para el bienestar común. Es hora de que la angustia se redirija hacia donde realmente debe estar: la defensa innegociable de la integridad y la ética en la política.
Manuel García Sánchez