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jueves, noviembre 20, 2025

Una condena que erosiona al Estado…

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La condena del Tribunal Supremo al fiscal general del Estado, Álvaro García Ortiz, no es solo un terremoto institucional. Es un recordatorio brutal de hasta qué punto se ha deteriorado la arquitectura ética de quienes deberían sostener con sus manos —no con sus intereses— el edificio democrático. Que el máximo representante del Ministerio Público haya sido inhabilitado por dos años y obligado a pagar una multa e indemnización por revelación de datos reservados es, simplemente, devastador para la confianza pública. Y conviene decirlo sin paños calientes: la Fiscalía General del Estado no puede permitirse un milímetro de sospecha, y mucho menos una sentencia firme de este calibre.

Que un fiscal general —el primero en la historia de España— haya tenido que sentarse en el banquillo ya era un síntoma preocupante; que acabe condenado por un delito que toca directamente la protección de la intimidad y el uso del poder público es la confirmación de que algo se ha roto dentro del sistema. Lo que se está juzgando no es solo la filtración de un correo o la redacción imprudente de una nota de prensa. Lo que se juzga es la frontera entre el uso legítimo del poder y el uso arbitrario de la información que ese poder concede.

Y, aunque la pena sea más baja de lo que reclamaban las acusaciones —muy lejos de los doce años de inhabilitación y seis de cárcel que solicitaban—, no por ello es menos corrosiva para la institución. La condena es firme. No hay matices. No hay interpretaciones ambiguas: García Ortiz queda fuera de la Fiscalía General del Estado. Su salida no es un efecto político, sino jurídico. Y eso, en un país donde cada decisión institucional se mide en clave partidista, duele aún más: la justicia ha hablado antes que la política, y lo ha hecho con contundencia.

El Supremo adelanta un fallo que pesa como una losa

Resulta llamativo que el Tribunal Supremo haya decidido comunicar un fallo antes incluso de redactar la sentencia completa. Esa prisa habla por sí sola. Habla de la necesidad de poner orden, de cortar de raíz la incertidumbre y de dejar claro, cuanto antes, que la revelación de datos reservados es una línea roja incuestionable. Cinco de los siete magistrados así lo han entendido. Las dos magistradas discrepantes, curiosamente ambas de sensibilidad progresista, anuncian un voto particular que será leído con lupa. Pero lo esencial ya está dicho.

El director del Ministerio Fiscal ha sido condenado por un artículo muy concreto del Código Penal: el 417.1, el que castiga a la autoridad o funcionario que divulga datos reservados. Es un delito especialmente grave porque no es un desliz, no es un error administrativo: es una traición a la función pública.

Y la pregunta es inevitable: ¿En qué momento cruzó García Ortiz esa línea? ¿Fue en la filtración del correo del abogado de Alberto González Amador? ¿O en la nota de prensa en la que se detallaba un contenido reservado y cuya autoría reconoció él mismo?

El fallo no lo aclara todavía. Pero lo que sí establece es que hubo una conducta delictiva. Y eso basta.

El detalle incómodo: indemnizar al novio de Ayuso

El hecho de que el condenado tenga que indemnizar con 10.000 euros al novio de Isabel Díaz Ayuso añade una dimensión política explosiva. No se trata solo de reparar un daño moral: se trata de una figura institucional máxima obligada a compensar económicamente a un ciudadano cuyas intimidades fiscales fueron utilizadas en un contexto de guerra política abierta.

La escena es casi literaria: El fiscal general del Estado condenado por dañar la intimidad del compañero sentimental de la presidenta de Madrid.

Un hecho que alimentará narrativas, conspiraciones y reproches, pero que, desde una perspectiva institucional, es lo que es: un desastre para la imagen de la Fiscalía.

El impacto institucional es innegable

Que García Ortiz pueda ahora presentar un incidente de nulidad e intentar llegar al Tribunal Constitucional no cambia lo esencial: está políticamente terminado y jurídicamente apartado. Es el precio de haber traspasado una frontera que ningún fiscal general debería siquiera rozar. Y es también un aviso para quienes, desde las instituciones, creen que pueden jugar a la política con las herramientas del Estado.

En un momento en que España vive una profunda polarización, esta sentencia no hace sino agravar la sensación de que la imparcialidad institucional está en caída libre. Ya no basta con ser pulcro: hay que parecerlo. Y García Ortiz, al menos según cinco magistrados del Supremo, no lo fue.

El daño ya está hecho

Podrá discutirse el alcance de la condena. Podrá debatirse si es desproporcionada o si las acusaciones buscaban un castigo ejemplarizante. Incluso podrá analizarse el voto particular para ver si el tribunal estaba tan dividido como algunos pretenden. Pero hay algo que no admite matices:

La Fiscalía General del Estado sale herida. Y la confianza ciudadana, aún más.

Cuando la máxima autoridad del Ministerio Público cae por una infracción tan grave, lo que queda no es solo un cargo vacante: queda la sospecha de que el sistema se ha acostumbrado a caminar por el borde del precipicio. Y un Estado serio no puede permitirse esa frivolidad.

Manuel García Sánchez

(Nota de la Redacción: Las Opiniones de usuarios y colaboradores no tiene por qué corresponderse forzosamente con la línea editorial de Almagro Noticias, la cual promueve la pluralidad de opiniones en el marco de los principios y valores sobre los que se sustenta.)
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