En el corazón de Almagro, bajo las galerías renacentistas del actual Parador Nacional, se esconde una historia que no aparece en los folletos turísticos ni en los libros de historia. Es la leyenda del Convento de Santa Catalina, cuyos muros, levantados en el siglo XVI, aún guardan ecos de un suceso que la Inquisición intentó enterrar bajo el silencio: la Peste del Silencio.
La tragedia en la clausura
A mediados del siglo XVII, una enfermedad desconocida se propagó por el convento. No causaba tos ni fiebre, sino algo más inquietante: arrebataba la voz de las monjas antes de llevarlas a la muerte. Incapaces de rezar o confesar, caían una tras otra en un silencio sepulcral.
La Priora, desesperada por contener el contagio, ordenó tapiar las celdas de las enfermas, sellándolas vivas entre ladrillos y argamasa. Murieron en la oscuridad, sin absolución y sin poder entonar su último cántico: el Réquiem aeternam.
Los cimientos del Parador, especialmente en torno al claustro y algunas habitaciones, se levantan sobre lo que fue su cementerio invisible.
La noche de los lamentos cantados
Cuenta la tradición que en la Noche de los Difuntos, cuando la frontera entre vivos y muertos es más delgada, las almas de aquellas monjas tapiadas regresan. No para descansar, sino para intentar completar el canto que les fue arrebatado.
Su voz no es celestial: es un canto gregoriano roto, desacompasado, que parece surgir de las piedras mismas. Es el Dies Irae, entonado por gargantas que hace siglos fueron silenciadas.
La habitación 212
De todas las estancias del Parador, es la habitación 212 la más temida. Antiguos planos del convento revelan que se levanta sobre la celda de la hermana Clara, la última novicia en sucumbir. A medianoche, cuando las campanas doblan, el canto espectral resuena con fuerza en esa habitación.
En las pausas entre cánticos, si la luna está alta y clara, aparece la sombra de una joven arrodillada junto a la cama, rezando con desesperación. Es Clara, pidiendo que alguien libere a las almas silenciadas.
La advertencia
Quien, presa del miedo, se tape los oídos o intente ignorar el canto, provocará un silencio absoluto… y entonces una voz susurrará su nombre.
Al amanecer, encontrará en su almohada una mancha de humedad en forma de cruz, justo donde reposó su cabeza. Es la “marca” de la novicia.
La leyenda dice que quien es marcado será visitado por el espectro de Clara tres veces más a lo largo del año. Si en la cuarta visita no ha honrado a las monjas —por ejemplo, encendiendo una vela en la antigua capilla— su voz, al morir, se unirá para siempre al coro eterno que resuena bajo los arcos de Santa Catalina.
Algunos empleados veteranos del Parador juran que, sin motivo aparente, la Habitación 212 a veces se llena del olor dulzón de lirios, la flor con la que cubrieron los cuerpos de las monjas antes de tapiar sus celdas.
Vicente Galiano M.