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viernes, septiembre 26, 2025

El último aliento del Celtas Cortos: Una oda a la España que ya no vuelve

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Hay objetos que son meros productos y hay reliquias envueltas en humo. La cajetilla de Celtas Cortos no era papel y tabaco; era la cápsula del tiempo de una España gris, pobre y genuina que se nos fue entre los dedos, como la ceniza de su peor calada. Era el perfume áspero de una época donde la vida no te pedía que fueras premium, solo que aguantaras.

El Celtas Cortos, nacido en 1957, era el anti-tabaco por excelencia, el cigarrillo sin filtro, sin piedad y sin complejos. Mientras los afortunados daban caladas a rubios de contrabando o a los primeros “americanos” que olían a modernidad, la inmensa mayoría de este país olía al Celtas. Su sabor no era suave; era un golpe en el pecho, un recordatorio de que lo que tenías entre los dedos era cosecha nacional, lo que había, tabaco cultivado en Cáceres o Canarias, a veces con fama de ser “lo peor de los secaderos extremeños”. Era el sabor a curtido, a sudor y a la dureza del jornal.

La España del “Pito del Pueblo”

Esta España que fumaba Celtas era la que se despertaba con el alba para ir a la fábrica, a la obra o al campo. Era la España del 600 atascado, del desarrollismo que prometía el cielo pero te dejaba en el barrio de extrarradio.

La cajetilla de los Celtas, con su diseño espartano y su precio de tres o cuatro pesetas, era el verdadero indicador de la economía popular. No se compraban paquetes enteros por ostentación, sino cigarrillos sueltos, a menudo conocidos como “pitis” o “caldos”, en los quioscos o bares. Era la unidad mínima de alivio, la pequeña recompensa después de horas de trabajo extenuante bajo el sol o en la penumbra.

¿Y quién fumaba Celtas? Todo el mundo que no podía permitirse otra cosa. El obrero con las manos agrietadas, el estudiante que presumía de adulto, el recluta pasando la mili, el abuelo liando su propia picadura, el intelectual de izquierdas en un café humeante. El humo de un Celtas era el único lujo democrático en un país donde casi todo lo demás era privilegio. Era el vínculo invisible que unía al país, desde la taberna de pueblo hasta el despacho más modesto.

El silencio del último cigarrillo

Hoy, al recordar el Celtas, no solo añoramos un cigarrillo; echamos de menos la sencillez brutal de esa época. Una época donde el tabaco era el símbolo de una pausa permitida, no una condena social. Los bares eran catedrales de humo, la ropa olía a tabaco rancio y nadie te señalaba por encender uno. Fumar era un acto de vida, no de rebeldía.

Su desaparición de los estancos fue, para muchos, el epitafio de una era. Cuando el Celtas Cortos se rindió ante los filtros y el marketing de la globalización, una parte de la memoria colectiva se convirtió en ceniza. Aquel tabaco patrio, tosco y leal, se esfumó.

Seamos honestos, el Celtas era un tabaco terrible. Pero su recuerdo es dulce porque nos trae de vuelta los rostros jóvenes de nuestros padres y abuelos, las risas en blanco y negro, y el sonido de una España que, pese a todas sus carencias, se sentía auténtica y estaba unida por el mismo y persistente olor a tabaco sin filtrar. El Celtas Cortos era el sabor a la vida sin pulir, y quizás por eso, su humo, aunque rancio, sigue siendo uno de los más nostálgicos de nuestra historia reciente.

ADVERTENCIA: Fumar es perjudicial para la salud porque causa cáncer, enfermedades cardiovasculares, problemas respiratorios graves como la EPOC, problemas de reproducción y daña casi todos los órganos del cuerpo. La Organización Mundial de la Salud (OMS) afirma que no existe un nivel seguro de consumo de tabaco y que este es responsable de la muerte de millones de personas al año. EL TABACO MATA!

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