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martes, octubre 28, 2025

“Cuando rebobinábamos los sueños”

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Hubo un tiempo —parece mentira ahora— en que el cine cabía en una caja de plástico negro con una pegatina descolorida. Un tiempo en el que la magia se alquilaba por 24 o 48 horas, y en el que el mayor dilema de un viernes por la tarde era decidir entre Regreso al futuro o Top Gun. Aquel tiempo olía a estantería de madera, a moqueta gastada, a ilusión envuelta en celofán. Fue la época dorada de los videoclubs, cuando las historias aún tenían peso y sonido propio al cerrarse la tapa del VHS.

En Almagro, aquellos templos del celuloide tenían nombre y alma: el Videoclub Cañete, con su mostrador siempre abarrotado de cintas recién devueltas y el zumbido tenue de un televisor probando un tráiler; el de Vicente Serrano, donde acudíamos, buscando en los pasillos la portada más llamativa, la que nos prometía aventuras imposibles; o el Casablanca Video, con ese toque casi cinematográfico, donde uno se sentía protagonista de su propia película cada vez que cruzaba la puerta.

Video Club CAÑETE – Almagro

Nada se parece a aquella experiencia.
Hoy, basta con un clic. Ni esperas, ni rebobinados, ni discusiones familiares frente al catálogo. Netflix, Prime, HBO… nombres que suenan tan impersonales, tan fríos, comparados con el “buenas noches” del dependiente que conocía tus gustos, o la emoción de encontrar por fin disponible aquella cinta siempre alquilada. Entonces, el cine se tocaba, se olía, se compartía. Cada carátula era un tesoro, cada cinta un billete a un mundo distinto.

Recuerdo, como si fuera ayer, el ruido metálico al rebobinar las cintas, ese pequeño gesto que nos enseñó la paciencia. Rebobinar era un ritual. Había algo casi poético en devolver la historia al principio, como si de algún modo quisiéramos tener la posibilidad de volver también nosotros, de repetir aquella noche, aquel sofá, aquel silencio familiar solo interrumpido por el zumbido del magnetoscopio.

Hoy, con toda la tecnología a un toque de pantalla, lo tenemos todo… y sin embargo, parece que falta algo. Tal vez la emoción de buscar. Tal vez el valor del tiempo, cuando había que esperar. O tal vez la humanidad de aquel gesto tan simple: cruzar la puerta de un videoclub, saludar, dejarse aconsejar, y salir con una película bajo el brazo y un trocito de ilusión en el corazón.

A veces cierro los ojos y puedo verme allí, caminando por las calles de Almagro, rumbo al Cañete o al Casablanca Video, con el cielo violeta del atardecer reflejándose en los escaparates llenos de pósters. Y pienso que, en realidad, no alquilábamos películas: alquilábamos sueños, risas, lágrimas… alquilábamos la magia de un tiempo que, aunque rebobinado una y otra vez en la memoria, ya no volverá.

Porque los videoclubs no eran solo locales.
Eran refugios.
Y en algún rincón del alma —como una cinta sin rebobinar— siguen esperando a que alguien les dé al play una vez más.

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