En los últimos tiempos asistimos a un fenómeno tan llamativo como preocupante: el uso desmesurado de emojis en las redes sociales de algunos ayuntamientos. Lo que debería ser un canal de comunicación serio, directo y claro con la ciudadanía, se ha transformado en un escaparate colorido de caritas sonrientes, aplausos, corazones y fuegos artificiales virtuales que poco aportan al contenido y mucho restan a la credibilidad.
Las instituciones públicas tienen la obligación de transmitir confianza, transparencia y profesionalidad. Sin embargo, convertir cada comunicado en una lluvia de iconos convierte mensajes importantes en un espectáculo infantil. Un aviso de tráfico no necesita veinte flechas rojas ni un comunicado cultural requiere diez aplausos. La sobredosis de emojis no solo distrae la atención del mensaje principal, sino que degrada la imagen de la institución y genera la percepción de que se prioriza la estética banal sobre la información de interés público.
La comunicación pública no es un juego ni un concurso de popularidad. Los emojis, usados con mesura, pueden ser un recurso válido para humanizar o resaltar, pero su abuso refleja falta de criterio, improvisación e incluso cierta inseguridad comunicativa. En lugar de transmitir cercanía, producen el efecto contrario: restan seriedad y hacen que el ciudadano perciba al ayuntamiento como una entidad más preocupada por sumar “me gusta” que por informar con rigor.
El respeto institucional comienza por la palabra. Y en un momento en el que la confianza en las administraciones se tambalea, quizá lo último que necesitamos son mensajes oficiales disfrazados de jeroglíficos digitales. Menos caritas sonrientes y más comunicación clara, directa y responsable.
Manuel García Sánchez
